El zarpazo irracional del terrorismo

7 de enero de 2007

El zarpazo irracional y sangriento de la violencia ha herido de nuevo nuestras carnes y ha conmovido a toda la sociedad. Una sociedad que quiere vivir serenamente, gozando de las cotas de bienestar alcanzadas, que se siente satisfecha y tiende a pensar que se halla definitivamente instalada en los propios logros. El rebrote de la violencia criminal quiebra certezas y tendencias, y hace que afloren de nuevo preguntas y se planteen cuestiones que por un tiempo quizás no nos atrevíamos a formular con claridad o intentábamos sofocar por considerarlas inoportunas o fastidiosamente perturbadoras. No es infrecuente que un cierto tipo de bienestar –limitado al goce de objetos- produzca o favorezca lo que podríamos llamar fuga de la realidad más auténtica, perezosa somnolencia mecida en el disfrute de bienes o agitada inconsciencia producida por un torbellino de ruidos y de imágenes que pueden enajenarnos, hacernos extraños a nosotros mismos.

En este contexto, merecen particular atención las palabras del Papa en su mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz del pasado 1 de enero. Tenemos, con razón, a la paz por un bien humano de máximo rango. Los cristianos sabemos, por otro lado, que la obra de la salvación ha sido “leída” y presentada por San Pablo como una definitiva alianza de paz entre el cielo y la tierra, entre Dios y los hombres, fundada en el Sacrificio de Cristo, Príncipe de la paz. Esta es, en efecto, un bien mesiánico. La Iglesia, por su parte, se entiende a sí misma como sacramento, es decir, como signo e instrumento de paz, de la unión con Dios y de la unidad de todo el género humano.

En estos días, Benedicto XVI ha querido recordar una verdad fundamental en relación con la paz y ha dicho así a todos que la persona humana es el corazón de la paz. De ahí la importancia de la preocupación por conocer cada vez con mayor claridad aquello que constituye la verdadera naturaleza del hombre, el interés por descubrir su verdad, por entender en su exacto sentido lo que son hombre, mujer y las instituciones que con ellos están íntimamente unidas, como la familia y el matrimonio. La determinación voluntarista, carente de fundamento y al margen de la realidad y por tanto de la verdad, del momento del inicio de la vida humana, de la vida que merece la pena ser vivida o de lo que debe entenderse por matrimonio y familia, “abre las puertas a la intervención de imposiciones autoritarias, terminando así por dejar indefensa a la persona misma y, en consecuencia, presa fácil de la opresión y la violencia”.

Hay que favorecer el crecimiento del “árbol de la paz”, afirma el Pontífice, y éste se sostiene sobre el terreno firme del respeto de la dignidad de la persona. La fe cristiana presta aquí un servicio impagable a la causa de la paz, pues enseña, sin dejar lugar a equívocos, cuáles son las raíces de esa dignidad: la capacidad del hombre de conocerse a sí mismo, de ser señor y no esclavo, de darse libremente y de entrar en comunión con los demás. La paz, que es un don de Dios, es al mismo tiempo fruto del crecimiento y maduración en esas capacidades que dan razón de la dignidad humana y, en consecuencia, hacen posible una paz duradera. Esta sólo crece fuerte y vigorosa en una sociedad de hombres libres de orgullos y egoísmos, que hacen de sus vidas servicio y entrega generosa a los demás, que establecen vínculos de comunión con todos, más allá de la raza, de la lengua o del país de origen.

Una sociedad de hombres libres se edifica, como dice el Papa, sobre una visión de la persona humana “no viciada por prejuicios ideológicos y culturales, o intereses políticos y económicos, que inciten al odio y a la violencia”, una visión que descansa sobre el respeto de la altísima dignidad de la persona, que los cristianos sabemos fundada en su condición de “imagen y semejanza de Dios”, del Dios que es caridad.

X JOSÉ MARÍA YANGUAS SANZ

Obispo de Cuenca